Verba volant, scripta manent

sábado, 24 de marzo de 2012

El último viaje del Marlborough

                               El Marlborough

Estamos en un agradable día de la primavera austral de 1913. El buque inglés Johnson, en ruta de Nueva Zelanda a Glasgow, está doblando el Cabo de Hornos, cerca ya de la ciudad chilena de Punta Arenas. La travesía transcurre con tranquilidad, el clima es idóneo para la navegación y cada uno se dedica a sus quehaceres habituales. Hasta que en un momento dado, alguien advierte la presencia, a cierta distancia, de otro barco. Parece estar en problemas; navega de manera errática y muestra una evidente escora, como si tuviera alguna vía de agua. El capitán da orden de acercarse, por si estuvieran en apuros.
Ya antes de llegar junto a él, el capitán del Johnson puede ver, a través de su catalejo, el estado del barco. Las velas desgarradas, la arboladura desvencijada, la suciedad y el descuido presentes por todas partes, hicieron pensar al capitán inmediatamente en la leyenda del Holandés Errante; tal era el estado del barco, que difícilmente podía imaginarse cómo es que seguía todavía a flote.
Decidido a descubrir el origen de tal misterio, el capitán reúne un grupo de marineros y se embarca con ellos en un bote para subir a bordo de aquel espectro flotante. La sorpresa de todos no tiene límites cuando distinguen el nombre del navío: el Marlborough.
El Marlborough era un elegante clipper botado en 1876 en los astilleros de Robert Duncan & Co., en Glasgow (Escocia). Propiedad de la naviera Shaw, Savill & Albion Co. Ltd., realizaba habitualmente la ruta entre Lyttleton (Nueva Zelanda) y Glasgow. Los tripulantes del Johnson conocían bien su nombre. Primero, porque realizaba la misma ruta que ellos. Y segundo, porque a los marineros les gusta contar historias de barcos perdidos. Y el Marlborough había desaparecido sin dejar rastro. Tras salir de Lyttleton un 11 de enero con un cargamento de lana y carne de oveja congelada y treinta personas a bordo (veintinueve tripulantes y una pasajera), al mando del capitán Herd, no se había vuelto a tener más noticias de él. Pero lo que realmente asombraba a sus descubridores era que todo ello había ocurrido... en 1890.
Los hombres del Johnson se miraban desconcertados unos a otros. ¿Era posible que un barco hubiera estado navegando a la deriva durante veintitrés años, sobre todo en aquel estado y en unas aguas de las más peligrosas del planeta? Decididos a desentrañar aquel misterio, subieron a bordo.
El panorama a bordo era igual de desolador que visto desde fuera. El moho y la suciedad lo cubrían casi todo, las maderas de la cubierta estaban sueltas y medio podridas. ¿Y la tripulación? No tardaron en hallar a varios, o más bien sus esqueletos, cubiertos aún con los harapos de lo que un día habían sido sus ropas. Uno de ellos tras el timón, otros tres en el puente de mando, como si la muerte no hubiera sido suficiente para hacerles abandonar sus puestos. El resto de los tripulantes, en las mismas condiciones, estaba bajo cubierta. Nada encontraron que pudiera darles una pista de lo sucedido en aquel barco. Ni siquiera el diario de a bordos, que seguía en su sitio, pero tan podrido, que se deshizo con sólo tocarlo. Cada vez más inquietos por sus macabros hallazgos (y porque el estado del barco podía provocar que se hundiera en cualquier momento) los marineros del Johnson volvieron a su barco y se alejaron lo más rápido posible de aquel buque maldito que se alejaba lentamente hacia un final que parecía inminente.
La historia del Marlborough no tardó en convertirse en una de las historias de barcos fantasmas más conocidas entre las gentes del mar. Pero la solución de su misterio la darían algo más tarde unos balleneros norteamericanos que habían naufragado algún tiempo antes en las Shetland del Sur, un archipiélago distante apenas cien kilómetros de las costas antárticas. Viajando en busca de una base ballenera que por entonces había por la zona hallaron al Marlborough... en una remota bahía atrapado entre los hielos. Incluso subieron a bordo en busca de alimentos, pero no hallaron nada utilizable. Resulta probable que el Marlborough hubiera sufrido una tempestad tratando de doblar en cabo de Hornos que le habría empujado tan al sur, donde habría quedado atrapado en el hielo como un insecto en el ámbar. Sus tripulantes murieron de frío o de hambre... y quedaron atrapados con el barco, hasta que un tiempo algo más benigno que de costumbre liberó al barco de su prisión permitiéndole una última travesía.

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