Verba volant, scripta manent

viernes, 22 de enero de 2016

La farsa de Ávila


El reinado de Enrique IV de Castilla (1425-1474) estuvo marcado por la inestabilidad interna y los enfrentamientos entre el rey y una parte del clero y la alta nobleza castellanos. Enrique era apodado despectivamente El Impotente dado que su primer matrimonio, con la infanta Blanca de Navarra, había sido anulado por no haberse consumado en tres años. Por eso, cuando en 1462 la segunda esposa del rey, Juana de Portugal, dio a luz a su hija la princesa Juana, muchos atribuyeron la paternidad de la niña no al rey, sino a su valido, Beltrán de la Cueva, otorgándole a la princesa el mote de la Beltraneja que la habría de acompañar toda su vida.
En aquel tenso juego de intrigas y alianzas, el rey Enrique quiso mostrarse contemporizador e hizo algunas concesiones a sus detractores. Prescindió de los servicios de Beltrán de la Cueva, haciéndole abandonar la corte, y nombró Príncipe de Asturias y heredero al trono a su medio hermano, el infante Alfonso. Alfonso y su hermana mayor Isabel eran hijos de Juan II de Castilla y su segunda esposa, Isabel de Portugal. A la muerte del rey Juan, en 1454, el nuevo rey había confinado a los niños y a su madre en el castillo de Arévalo, aunque años más tarde, ante las dificultades para engendrar un heredero, los había reclamado para que estuviesen a su lado en su corte de Segovia. La figura de Alfonso gozaba de gran predicamento entre los enemigos del rey, que veían en él al legítimo heredero, o quizá, dado que apenas era un niño, a un soberano más fácilmente manipulable.

Infante Alfonso de Castilla, "el Inocente" (1453-1468)
A pesar de estos gestos, el descontento de los nobles no decreció, y en junio de 1465 los más destacados de entre los que se oponían a Enrique se reunieron en Ávila en un simulacro de Cortes. Estaban allí, entre otros, el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo; Juan Fernández Pacheco, marqués de Villena y antiguo valido del rey hasta que fue desplazado por Beltrán de la Cueva; Pedro Girón, hermano de Pacheco y maese de la Orden de Calatrava; Álvaro de Zúñiga y Guzmán, conde de Plasencia, y su hermano Diego López de Zúñiga, conde de Miranda del Castañar; Rodrigo Alonso de Pimentel, conde de Benavente; y otros muchos nobles y caballeros de menor rango. Su objetivo era hacer pública su ruptura con Enrique IV y la proclamación de Alfonso como rey de Castilla. Y esta ruptura fue escenificada en lo que más tarde sería conocido como "La farsa de Ávila".
En las afueras de la ciudad se había hecho erigir una gran plataforma de madera sobre la cual se había colocado un trono. En ese trono se colocó el 5 de junio un monigote de madera vestido de luto y ornado con los símbolos del poder real: una corona (símbolo de la dignidad real), una espada (símbolo del poder para impartir justicia) y un bastón (símbolo del gobierno). Allí se dirigieron, tras oír misa, los conjurados, y ante un numeroso público, formado principalmente por gentes de la ciudad, procedieron a leer una extensa declaración en la que exponían todos los defectos y errores que a su juicio hacían a Enrique IV indigno de ocupar el trono. Acusaban al rey, entre otras cosas, de homosexual, impotente, cobarde, pacífico, tolerante con los musulmanes (pese a que había lanzado varias ofensivas militares contra el reino musulmán de Granada) y de no ser el padre de la princesa Juana. A continuación, el arzobispo de Toledo se dirigió al pelele y le arrebató la corona; el conde de Plasencia le quitó la espada; el conde de Benavente le quitó el bastón; y por último, Diego López, al grito de "A tierra, puto", lo derribó de su asiento de una patada. Acto seguido, subieron al estrado al infante Alfonso (que a la sazón apenas tenía doce años) y lo proclamaron rey de Castilla con grandes vítores y alabanzas.
Si lo que querían con esta acción era provocar una insurrección general contra el rey, no lo consiguieron. Pocos apoyos logró el así proclamado Alfonso XII además de los que ya estaban presentes en Ávila, y la mayoría del reino permaneció leal a Enrique. Durante tres años Castilla vivió una guerra entre hermanos con enfrentamientos entre los partidarios de ambos bandos hasta que el 5 de julio de 1468 Alfonso (que había instalado una corte muy alabada en Arévalo, con una gran actividad cultural y literaria) moría en Cardeñosa (unos dicen que de unas fiebres y otros, que fue envenenado). Poco después se firmaba la llamada Concordia de los Toros de Guisando; Enrique perdonaba a la mayoría de los seguidores de su hermanastro, desposeía a su hija Juana del título de Princesa de Asturias y nombraba en su lugar a su hermana, Isabel.
No obstante, las disputas sucesorias no tardarían en reanudarse. En 1470 Isabel, a la que Enrique quería casar con el rey Alfonso V de Portugal, huía de la villa de Ocaña, donde vivía bajo la custodia del marqués de Villena, para contraer matrimonio con Fernando, heredero al trono de Aragón. Enrique IV, furioso, volvió a nombrar heredera a su hija Juana, aunque se reconciliaría con Isabel en 1473. Pero a la muerte de Enrique, en 1474, los partidarios de Isabel proclamaron a ésta como reina, alegando que Enrique había muerto sin testamento (que se sospecha fue hecho desaparecer). Estalló de nuevo la guerra sucesoria en Castilla entre el bando juanista (apoyado por parte de la nobleza castellana y Portugal, ya que Juana se había casado con Alfonso V) y el isabelino (apoyado por Aragón). Irónicamente, la mayoría de los que habían sido defensores del infante Alfonso tomaron partido en esta ocasión por la princesa Juana. La guerra se prolongaría cinco años, hasta 1479, año en el que el Tratado de Alcáçovas reconocía a Isabel I como reina de Castilla e imponía a Juana su renuncia a sus derechos sucesorios y su exilio en Portugal.

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